ALGUNOS RECUERDOS (Pello Salaburu)
No fui de los primeros alumnos, porque llegué al año siguiente de la inauguración, en el curso 1967-68. Fui uno de los que integraba aquel grupo de estudiantes que venían del seminario de Pamplona y que se matricularon en Preu, tal como indica de forma tan detallada Ángel Irisarri en su testimonio. No sé si, como dice él, aportamos “savia nueva y más pluralidad”. Añadimos, desde luego, un número importante de alumnos para un instituto que estaba en sus comienzos. Y lo que es claro, al menos en mi caso, es que fue el instituto el que nos trajo savia y nos abrió nuevas perspectivas a nosotros. Guardo un recuerdo entrañable de aquel curso. Aunque las circunstancias de la vida me llevaron enseguida a Bilbao, a la universidad, en primer lugar, y a establecerme después allí con mi familia de forma definitiva, lo cierto es que he vuelto a Tudela en muchas ocasiones y he contemplado desde fuera el instituto donde algunas frías mañanas el profesor de gimnasia nos hacía correr mientras rompíamos el hielo con nuestros pies. He observado también varias veces el edificio del seminario, aquella segunda casa para Ángel y primera para nosotros, ahora destinada a otros fines.
Proveníamos de un ambiente muy diferente: de Pamplona, de un internado; de un internado de curas; íbamos para curas. Para la mayoría de nosotros habría sido imposible acceder a estudios si no hubiéramos sentido una vocación religiosa que muchos, al menos yo, nunca sentimos. No era aquello, a pesar de lo que pueda parecer, un internado cerrado. Los padres superiores que nos cuidaban hicieron su papel lo mejor que pudieron, imagino. Y siguieron haciéndolo también del mismo modo cuando fuimos a Tudela. Pero eran sin duda momentos de grandes cambios en la sociedad, más en una sociedad que se movía entre el encierro y el Opus, y la secularización que avanzaba agazapada pero segura y, sobre todo, a pasos agigantados, nos pilló a todos con referencias que parecían muy sólidas y ancladas desde siglos, pero que se desmoronaban cada semana. En ese contexto es cuando nos dijeron que íbamos a hacer Preu en Tudela, en un instituto nuevo, y que no importaba que no tuviéramos hecho el examen de la Reválida de Sexto (que no lo habíamos hecho), que nos iban a aceptar igual, porque todos nos hacíamos favores mutuos: nosotros aportábamos gente y el instituto nos beneficiaba con esa ventaja.
Fue una gran idea. Así es como empezamos a clase una buena mañana, todos juntos, caminando hacia lo desconocido en grupos de afinidades, desde la calle Gayarre hasta el nuevo instituto. No se llamaba aún Benjamín de Tudela, y tampoco supimos entonces quién era ese señor. Aunque sí que nos enteramos que en lo zona más antigua, bajo una enorme cruz que a mí siempre me parecía amenazante, había vestigios de judíos y árabes, y también un barrio con mucha presencia, Lourdes. En esas calles escuchamos muchos de nosotros la palabra “mejana” por vez primera. Y pudimos ver también una catedral con un pórtico espectacular. Y una iglesia de la Magdalena que aún tardaría años en recuperar su esplendor original del medievo. Allá íbamos, a la Magdalena, a echar una mano a un diácono que vivía en el seminario con nosotros y que parecía que no quería ordenarse de cura todavía. A mi se me hacía extraño, porque en el seminario los diáconos asumían el grado siguiente (sacerdocio) tras un período fijado de antemano y no muy largo. Aquel diácono debía ser un moderno. Algunos de nosotros cantábamos en misa mayor y tocábamos canciones modernas con el armonio (ninguno teníamos estudios de música pero éramos capaces de transponer de oído los acordes de guitarra al instrumento de la iglesia). Después, cuando he vuelto, ya no he encontrado el armonio en el coro, aunque sí un órgano cuya referencia se había borrado de mi memoria. El párroco era un integrista pero no se enteraba de que en el momento cumbre de la consagración le tocábamos las canciones que sonaban en Eurovisión por aquellos años, como el La,la,la o Congratulations. Era un sacrilegio espectacular, cometido sin pudor a la vista de todos, pero los feligreses lo llevaban estupendamente y nos felicitaban por esa música “tan alegre”.
Cada mañana, tras el desayuno, enfilábamos hacia el instituto. Una clase mixta. Una gran novedad para nosotros, que nunca habíamos tenido chicas a un palmo de distancia e intentábamos ligar con un punto de torpeza y como buenamente podíamos. Podíamos más bien poco, aunque siempre había excepciones, claro. Lo cierto es que lo pasábamos en grande. No tuvimos tiempo de aburrirnos. Las clases acababan pronto, era un trámite que debíamos superar cada mañana, y el mes de junio llegó con una rapidez insólita. Los fines de semana quedábamos con chicos de colegios o jóvenes de la Ribera, para ir a las fiestas, a los autos de choque o al monte a dar un paseo. También hacíamos reuniones clandestinas que acabarían poniendo en serio peligro el régimen franquista. Como me indicaron en casa, cuando hablaba en castellano me asaltaba un desconocido y marcado acento tudelano, del que no era consciente para nada. A mí, que venía de la montaña (soy del Baztán) aquello me parecía otro mundo y me imaginaba a judíos, musulmanes y mozárabes paseando por sus calles en animada conversación. ¿Sería a lo mejor el antecedente de la conspiración judeo-masónica de la que hablaban los periódicos de vez en cuando? Otro mundo en el que, para mi pasmo, de vez en cuando aterrizaban en la Plaza de los Fueros Maurixio Elizalde (txistulari excepcional) y Félix Iriarte (tamborilero), ambos de mi pueblo de nacimiento, Arizkun, que tocaban en el quisco (recuerdo una tarde de lluvia) sin que en muchas ocasiones prácticamente nadie les escuchara. También el cine. Me gustaba mucho ir al cine. Había, creo, dos salas (el teatro Gaztambide y otra que nos pillaba más cerca, en una cuestita, pero no era tan lujoso).
Lástima las fotos. Tenía unas cuantas, pero no he sido capaz de encontrarlas. Se han debido caer en alguno de los traslados. Recuerdo que le saqué una foto a la profesora de griego (no sé si sería Milagros Larraz) mientras apuntaba algo en la pizarra. Estaba de espaldas, con una falda escocesa, eso sí lo recuerdo. Era una foto clandestina: cuando oí el clic que hizo la máquina tuve la impresión de que había explotado una bomba y que la profe se iba a volver hecha una furia a soltarme el sopapo que me merecía. Nunca se enteró. Ah, las maravillas que habría hecho yo si los móviles se hubieran adelantado unas décadas. Me tuve que conformar con una máquina que conseguí a base de juntar puntos obtenidos con los envoltorios de tabletas de chocolate.
Aquellos meses, antes del examen final en Zaragoza, sirvieron para forjar parte de nuestra personalidad. Nos abrimos al mundo, vimos otros horizontes, pusimos perspectiva a nuestras vidas. No es de extrañar que al poco tiempo dejáramos el seminario de Pamplona completamente vacío. En Tudela formé parte del coro que dirigía Carmelo Llorente en momentos en los que mi voz estaba ya cambiando, agobiado por los años. Fui un buen tiple en Pamplona, donde canté muchas veces de solista junto con un chico de Artajona que se apellidaba Goñi y que había sido el solista oficial durante un tiempo, aunque al final hacía de contralto conmigo, a él también le podían los años. Y continué en Tudela con Llorente, con el que discutíamos de Los Beatles, que eran quienes de verdad nos gustaban: “Bueno, es otra cosa, otro tipo de música”, nos decía. Así fueron pasando los meses, con un ojo en el instituto, y otro en revistas como Triunfo, que nos daban noticias políticas y en donde aprendimos a leer entre líneas y a decir cosas sin decirlas. Nos enterábamos de hechos que nos impresionaban a distancia pero de cuya importancia hemos sido conscientes mucho más tarde: ese curso nos sorprendió el asesinato de Luther King y, sobre todo, al menos a mí en aquellos momentos, el del senador Robert Kennedy, cuando nos estábamos preparando para ir a Zaragoza. Era ya el segundo de los hermanos Kennedy que caía asesinado. La noticia me la dio precisamente el diácono que he citado antes, también de apellido ilustre baztanés. Tengo muy presente la escena.
Llegó después el momento de coger los bártulos y lanzarnos al mundo. Y eso se ha repetido decenas de veces a lo largo de estos años, desde aquel ya lejano 1966. No puedo sino agradecer la labor de aquellas profesoras y profesores, y de otros muchos que junto con el resto del personal que trabaja en el centro han hecho posible, y siguen haciéndolo posible, con trabajo callado y continuo que la sociedad debería agradecer de forma más decidida, que los jóvenes se sigan formando y el conocimiento se vaya acumulando a través de generaciones. Benjamín se habría alegrado, estoy seguro de ello, porque en este mundo tan complejo la formación nos hace ser más libres.
A las semanas, ya fuera, algunos de nuestros compañeros se soltaron el pelo de forma definitiva y se colaron con sus tiendas en el festival de Wight, y no faltó quien se atrevió a tocar con su guitarra en el metro de Paris. Dylan nos estaba marcando de por vida. Aniversario feliz, por tanto. ¡Feliz 50 aniversario!