MIS PRIMEROS RECUERDOS DEL BENJAMÍN
Esteban Orta Rubio
Llegué al Benjamín en septiembre de 1979, tras haber aprobado el año anterior las oposiciones de Enseñanza Secundaria. Mi primer destino había sido el instituto Andrés de Vandelvira, en la ciudad de Albacete; luego, conseguí plaza en el Benjamín de Tudela, donde al llegar encontré un claustro de profesores muy joven y animoso, y con ganas de comerse el mundo. Eran los años de la Transición – hoy tan denostada por algunos – y la sensación de vivir tiempos nuevos contagiaba el ambiente. Por entonces el instituto tudelano conservaba todavía algunas características de sus comienzos en 1966, que estaban cercanos. Por ejemplo, los alumnos de fuera de Tudela contaban con un comedor y salas preparadas para pasar las horas del mediodía. La jornada escolar era muy larga: de 9 de la mañana a 6 de la tarde; y no era extraño que los alumnos llegasen agotados a casa, sobre todo los de pueblos lejanos, pues al horario escolar se añadían largos desplazamientos en autobús. Afortunadamente, pasados unos cursos, se implantó el horario continuo, que permitió a todos comer en casa y tener la tarde libre.
Recuerdo las clases, soleadas y con amplios ventanales que daban vista al Moncayo, repletas de chicos y chicas pues la ratio por aula era exorbitante. Si acudo a mis archivos y repaso las listas del curso 1980-1981 veo que la mayoría sobrepasaban los 40 alumnos; pero, en general, el alumnado era responsable, consciente de la ventaja que tenía sobre la generación anterior de sus padres, que no había podido estudiar. Me producían especial admiración los alumnos que venían de localidades alejadas, sobre todo los procedentes de La Rioja (Cabretón, Igea, Cervera del Río Alhama…) y que preferían seguir la enseñanza del Benjamín de Tudela, aun a costa del madrugón cotidiano.

Recuerdo también la fácil convivencia entre profesores y alumnos, concompeticiones deportivas e, incluso, una liga de futbito donde los profesores teníamos nuestro propio equipo, y cuyas estrellas eran Manolo Campillo, de Filosofía, y Juan Manuel Garde, de Ciencias Naturales, sin olvidar al exquisito Pablo García, “Paolo”, de Literatura, empeñado en regates inverosímiles en una baldosa, pero con escaso interés por las labores defensivas. Por entonces se organizaban también viajes multitudinarios en autobuses al Moncayo o al lejano Pirineo navarro, con sabrosos calderetes, según veo en varias fotografías.
Gran importancia se daba al viaje de COU. Generalmente, los de Letras íbamos a Madrid, por ver la capital y el Museo del Prado y parábamos en hostales de lo antiguo, emplazados en casas decimonónicas con largos y lóbregos pasillos. En uno de esos viajes –febrero de 1981- sucedió que el hospedaje estaba enfrente del Congreso de los Diputados y estuvimos a punto de vernos en pleno 23 F. Efectivamente, el golpe de estado de Tejero se dio el lunes, y los del Benjamín dejamos el hotel el sábado anterior, ignorantes de vivir fechas históricas. ¡Qué recuerdos!

Otro aspecto que hoy producirá asombro es que se fumaba en las clases. En el diurno, sólo podían hacerlo los profesores, pero en el nocturno, al ser mayores de edad, fumaban también los alumnos, con lo que las aulas adquirían ambiente de tabernas. Lo mismo ocurría en los claustros de profesores que solían durar horas y donde los no fumadores teníamos que aguantar los “malos humos” generales. Tras varios años de protestas conseguimos que estas reuniones fueran declaradas espacios sin humo. Fue una gran victoria, anticipándonos a la corriente anti-tabaco del momento actual.
Otra cuestión que generó problemas desde el principio fueron los accesos al instituto. Parecía como si las autoridades, una vez construido, se hubieran olvidado de él. Llamaba la atención, que un centro colocado en el extrarradio y alejado de las últimas casas del barrio de Lourdes, no tuviera aceras adecuadas para que los alumnos pudieran acceder cómodamente y, sobre todo, seguros. Pero era así, y durante años los peatones estuvieron en grave peligro de atropello, ya que debían transitar por una estrecha carretera y en peligrosa competencia con tractores y automóviles. El riesgo era aún mayor para los que cursaban el nocturno, que eran muchos. El tema de los accesos coleó durante muchos años y fue uno de los más debatidos durante la mesa redonda celebrada en 1991, al cumplirse los 25 años del Instituto, y en la que participé junto a Pilar Ciria e Inmaculada Ruiz, entre otros. De ella salieron propuestas que luego, tras protestas y ruidosas manifestaciones, se convirtieron en realidad. Hoy, afortunadamente, el Benjamín se encuentra integrado perfectamente en las nuevas urbanizaciones.
Quiero acabar estos breves apuntes, con el recuerdo piadoso para aquellos compañeros que quedaron en el camino y fallecieron mientras estaban en activo. Todos forman parte de la historia del Instituto. Dos, singularmente, me dejaron profunda huella. Fueron, Paco Escribano y Joselo Arregui.
Paco Escribano, nacido en Ablitas, había sido canónigo, antes de secularizarse. Luego, se casó y consiguió plaza de catedrático filosofía en el Benjamín. Amante de la naturaleza, tenía una casa en Barillas, “El tomillo”, donde pasaba el verano y muchos fines de semana con Tere, su mujer. Se hallaban tan integrados en el pueblo que su piscina estaba siempre abierta a los niños cuando aún no existían complejos deportivos ni piscinas municipales. Paco, era hombre culto y muy leído. En tiempos de su canonjía en la catedral de Tudela, veo que publicó artículos en La Voz de la Ribera, con una hermosa prosa esmaltada también de poesías. A principios de los años ochenta ejerció como director del instituto, cargo siempre difícil y más en aquellos años de efervescencia y lucha de partidos por dominar la enseñanza. Le acompañaron, como jefes de estudios del diurno, un jovencísimo Pepe Francés, profesor de Lengua y Literatura, con una gran capacidad de trabajo. En el nocturno estaba Cesar Sancho, siempre animoso y sereno, que continuó en el Benjamín hasta su jubilación. El cargo de director le proporcionó a Escribano pocas alegrías y muchos disgustos. Puede que todo ello mermara su salud, pues a poco de abandonar la dirección, fallecía de modo casi repentino en mayo de 1984. El mismo día de su muerte me llamó para felicitarme por una conferencia que había yo impartido en Pamplona la tarde anterior y cuya reseña aparecía en la prensa. Pocas horas después, me comunicaban su fallecimiento.
Joselo Arregui era tudelano y ejerció como profesor de Educación Física. Lo había conocido antes de llegar al Benjamín, pues fue entrenador y el alma del equipo de balonmano de mi pueblo natal: “Remonte Murchante” que, pese a su escaso presupuesto, competía con bravura y encendida ilusión contra equipos tan renombrados como el Helios de Zaragoza, o el Teka de Santander. Joselo era de complexión atlética y de trato amable que contagiaba alegría. Sus alumnos le apreciaban. Desgraciadamente, el cáncer se lo llevó muy pronto, cuando todavía era joven. Creo que fue en septiembre del año 2000 y la despedida en el Benjamín estuvo llena de emoción y tristeza, sobre todo entre sus alumnas y alumnos que le recordaban con lágrimas en los ojos.

Desde estas líneas envío mis saludos a la amplísima familia: profesores, alumnos, padres de alumnos, bedeles y personal administrativo que han pasado en estos 50 años por el Benjamín y que forman parte de la historia viva. Gentes venidas de diferentes localidades y provincias pero con un nexo común, pertenecer a una tierra generosa: la Ribera del Ebro.
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